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La llegada de migrantes indocumentados a EE. UU. ha vuelto a romper todos los récords conocidos. Según la Oficina de Aduanas y Protección fronteriza (CBP), en el mes de abril se registraron las mayores cifras de los 20 últimos años: más de 178.000 personas llegaron de manera irregular, en muchos casos poniendo su vida en riesgo. Sin embargo, disminuye la llegada de menores no acompañados. Ahora la mayoría son adultos solos. Un equipo de France 24 ha pasado allí una noche y ha sido testigo de la odisea a la que los migrantes se enfrentan por un futuro mejor.
Cae la noche en el Río Grande y comienza el trajín de personas sin papeles atravesando sus aguas. En el lado mejicano lo conocen como Río Bravo, en referencia a las fuertes corrientes que agitan sus aguas, una trampa peligrosa y a veces mortal para las decenas de migrantes indocumentados que cada día se atreven a cruzarlo huyendo de la hostilidad, el hambre y la pobreza que sufren en sus países.
La frontera sur es una de las entradas más utilizadas por las mafias para introducir personas de manera ilegal al país. Ni siquiera les importa que cuando llegan a suelo estadounidense lo hacen a una finca que es propiedad privada. El propietario, vecino de la localidad de Roma, ya ni se molesta en cerrar la valla, harto de que la salten y la destrocen constantemente. Tres kilómetros separan la carretera principal de la orilla.
El camino no es nada agradable: oscuro, angosto, con serpientes y mucha oscuridad. Gracias a una pequeña linterna podemos ver el rastro que han dejado otros migrantes que las noches anteriores pasaron por aquí. Una manta de bebé, alguna muñeca, una gorra del equipo de béisbol de los Mets y dos sandalias, son algunos de los objetos olvidados en el camino. Lo que más llama la atención es la cantidad de pulseras de plástico de distintos colores que hay en el suelo. En ellas se lee «entrega» o «llegada».
De estos brazaletes dependen muchas veces las vidas de los migrantes. Los cárteles mexicanos las usan para marcar a las personas que han pagado de las que aún no lo han hecho. Los que viajan abonando su boleto a los traficantes, o los que se arriesgan a subirse a la barca por su cuenta. Estos últimos corren el peligro de ser secuestrados durante el trayecto para pedir una fianza a cambio de su liberación. En otras ocasiones, las mafias no les dejan ni siquiera bajarse de la embarcación. Si la pulsera no es la adecuada, los devuelven de nuevo al lado mexicano.
Ahora se perseguirá también a las mafias detrás del tráfico de personas
Las aguas del Río Grande son peligrosas, pero su orilla también lo es. Nada más llegar, y cuando nos disponemos a preparar nuestros equipos de grabación, una tarántula casi se cuela en nuestra bolsa. «Es lo mínimo que encontrarás aquí», nos dice uno de los cinco militares que esta noche vigila la orilla estadounidense, «hay que tener cuidado cuando se anda por aquí, no solo las corrientes son peligrosas». Acto seguido pasa por delante nuestro un mapache. La Guardia Nacional no suele esperar a los migrantes en la orilla, sin embargo, el Gobierno estadounidense les ha pedido ayuda ante la avalancha de personas que están tratando de entrar al país por este punto.
Tras algunas horas de espera, llega la primera embarcación. Si se le puede llamar así. Es una frágil y pequeña balsa hinchable sin ningún tipo de seguridad. Cuesta verla en medio de tanta oscuridad, hasta que el foco de la cámara se enciende y vemos a un hombre que esconde su rostro detrás de una de esas máscaras de lucha libre mejicana, rema con fuerza mientras se acerca a la orilla. Es el coyote, el encargado de pasar migrantes de un lado a otro de la frontera. Cada persona que sube a su barca le ha pagado entre $10,000 y $12,000 por un trayecto que no dura ni cinco minutos, pero que supondrá un giro de 360 grados para el resto de sus vidas.
Hasta ahora la figura del coyote había quedado en segundo plano. Tal era su inmunidad, que algunos incluso anunciaban sus servicios en redes sociales. Pero la administración de Joe Biden ha decidido cambiar de estrategia, y desde ahora se centrará en perseguirlos a ellos también en el marco de la llamada ‘Operación Centinela’. Los traficantes y sus cómplices tendrán que responder en adelante por sus fechorías con la revocación de sus documentos y se les congelarán las cuentas bancarias o negocios que puedan poseer en Estados Unidos.
Hasta diez personas en una frágil balsa hinchable y sin salvavidas
El coyote salta de la balsa antes de que ésta toque tierra. No le importa que el agua le cubra más arriba de la cintura, quiere mantenerse alejado de tierra estadounidense y de los militares que se están acercando para ayudar a los migrantes a bajar de la embarcación. La barca es pequeña, pero de ella se bajan hasta diez personas: tres madres con sus cinco hijos pequeños, y otros dos menores de edad que viajan solos.
Saltan a la orilla sin ninguna pertenencia en sus manos. Alguna manta para proteger a los más pequeños del frio y poco más. No llevan mascarilla, y el agente nacional les ofrece una nada más llegar. Están desorientados. Petza, de tan solo seis años, nada más saltar de la barca sacude sus pantalones en un intento de quitarse de encima el largo camino recorrido hasta ahora. «¿Estás contento de haber llegado por fin?», «Mucho», nos dice con una sonrisa cansada. Su madre nos cuenta que salieron de Honduras hace 15 días. Y desde entonces no han parado. Tienen hambre y sueño, pero están felices de haber llegado a tierra estadounidense. Y eso que nadie les garantiza que se puedan quedar en el país.
Lo que más deseo es «volver a ver a mi papá»
Nada mas llegar, saben que deben entregarse a la Patrulla Fronteriza para que arranque su proceso de asilo. Esta vez, son los militares quienes les guían hasta los agentes fronterizos. Lo hacen a paso ligero y campo a través. Los recién llegados los siguen exhaustos cargando en brazos a sus pequeños, no hay tiempo que perder.
Les preguntamos por su viaje, y a María Hilda García que viaja con sus dos hijos de siete y diez años se le saltan las lágrimas: «Estoy feliz, muy feliz porque Dios me ha cuidado». Nos lo cuenta agotada mientras tira de sus pequeños para que no se detengan. Hace dos meses que salió de Guatemala. Su marido está en Carolina del Sur, tan pronto como pueda lo llamará para decirle que ya ha llegado y pedirle que les mande dinero para los boletos del viaje. Viene a este país buscando la seguridad de sus pequeños, nos cuenta. «Allá en Guatemala secuestran a los niños cuando salen de las escuelas y tengo miedo de que a mis niños les pase los mismo, como les pasa a otras familias. Por eso no quiero regresar». Y eso que el viaje no ha sido nada fácil, «hemos pasado hambre para estar aquí en este país, para que mis hijos tengan una vida mejor y que no les hagan daño». El mayor deseo de su hijo de siete años: «volver a ver a mi papá», que los espera después de dos años sin verse.
También Kevin Samuel tiene un buen motivo para haber dejado atrás la tierra que le vio nacer, El Salvador. Él huye de la delincuencia y lleva diez días viajando. «Hay mucha violencia en mi país. Me proponían que participara con ellos (grupos violentos) a la fuerza. Te golpean y te obligan, pero yo no quería, por eso me vine aquí». Su hermano lo espera en San Francisco para ayudarle a sembrar una vida mejor.
Entregarse a la Patrulla Fronteriza para comenzar su proceso de asilo
Estamos casi llegando a la carretera. Allí les esperan los agentes fronterizos, listos para recoger a este nuevo grupo de migrantes indocumentados y llevarlos al centro de detención. Allí recogerán sus datos para comenzar su proceso de asilo. La noche se perfila larga. Los agentes nos piden que nos alejemos, a partir de este punto ya no podemos grabar. Todos los recién llegados se suben al autobús y esbozan una sonrisa cuando por fin se sientan en su asiento.
No todos conseguirán quedarse. De hecho, el 60% de los migrantes que logran tocar suelo estadounidense son devueltos a sus países de origen. Solo los menores que llegan sin ningún adulto o las familias con niños menores de seis años están consiguiendo quedarse en EE. UU. Y no precisamente porque el Gobierno de Biden así lo haya decidido, sino porque México no deja que los devuelvan.
El refugio de la hermana Norma Pimentel lleva siete años acogiendo migrantes indocumentados
A la mañana siguiente, la larga línea de migrantes entrando en la pequeña localidad de Roma, en Texas, no sorprende a los vecinos. Están más que acostumbrados a ver esta imagen a diario. Todos los migrantes llegados la noche anterior por diferentes puntos han tenido que someterse a una prueba de Covid-19. Los que tienen la suerte de contar con algún dinero en sus bolsillos, directamente se dirigen a la estación de autobuses. Desde allí pondrán rumbo a los diferentes puntos del país donde les esperan sus familiares para ayudarles a comenzar su nueva vida.
Aquellos que llegan con las manos vacías saben que en el albergue de la hermana Norma Pimentel pueden encontrar un cobijo, agua, comida, colchonetas para dormir e incluso duchas para refrescarse. «No suelen quedarse mucho. A lo más una noche. Desde aquí pueden llamar a sus familiares para que les manden dinero y así comprar un boleto para reunirse con ellos», nos cuenta.
La hermana Pimentel lleva siete años ayudando a los migrantes que llegan de manera irregular al país. Nos cuenta que muchos de ellos están llegando engañados por los coyotes. «Siempre pasa lo mismo cuando hay cambio de presidente. Les dicen a las familias que deben venir porque te va a dejar entrar y si no vienes ahora luego no podrás y eso no es verdad. Les dicen, es ahora el momento, porque este presidente te abre las puertas y te esta recibiendo. No es cierto. Las fronteras siguen cerradas y las personas que llegan en su mayoría están siendo regresadas a México».
Diana y su marido dejaron su negocio en Venezuela en busca de una vida mejor
En el albergue de la hermana Pimentel solo se escuchan gritos de niños jugando y un altavoz que cada 30 minutos anuncia los horarios de salida de los autobuses de la estación que hay justo enfrente. Cada día llegan aquí cerca de 300 personas, con más o menos pertenencias, pero todos tienen en sus manos el famoso sobre amarillo. Un sobre que lleva escrito su apellido y contiene toda la información de su proceso de asilo. Ahora, su bien más preciado.
A algunos pequeños todavía les cuesta separarse de sus padres. Como los hijos de Diana y Carlos. Tienen 13 años, Fede y 11, Camila. Vivían en Maracaibo, Venezuela, nos cuenta Carlos, pero la presión del Gobierno «que si no casas con ellos no te dejan trabajar» les obligó a cerrar su negocio de la noche a la mañana y a huir a EE. UU.
El mayor deseo de Diana es que sus hijos empiecen a estudiar cuanto antes. Planean buscar un colegio para ellos en Florida, donde tienen familiares que les han prometido que en menos de cinco horas les harán llegar unos billetes de avión para que se reúnan con ellos. Cuando le preguntamos cómo está después del largo viaje rompe a llorar: «un poco triste, no pensé que el trayecto fuera a ser tan duro. En Texas los agentes fronterizos nos metieron en una especie de celda y yo nunca había pasado por algo así, y ellos tampoco (mirando a sus hijos). Fue muy duro».
Esta familia lo perdió todo en su huida, «pasaporte, dinero, documentos, medicamentos que necesito, la ropa, los juguetes de los niños, todo, lo perdimos todo cuando corrimos para cruzar el rio porque venía la policía. No podía volver atrás», nos cuenta entre lagrimas. Su hija Camila se las seca, y sin importarle la cámara que graba la entrevista le dice: «mamá, que te dije yo, que somos valientes. Ya no llores más».
Rumbo a un mejor futuro
Al día siguiente, llega el golpe de suerte. Diana y su familia toman un vuelo en el aeropuerto de Mc Callen que les llevará rumbo a Florida. En su rostro cansado se dibuja una sonrisa de triunfo.
El avión es pequeño y la mayoría de los viajeros tienen en sus manos el sobre amarillo en el que guardan su futuro en tierra estadounidense, los documentos para solicitar el asilo. Podrán seguir el proceso desde dentro del país, y en dos meses será un juez quien decida si les otorga o no el tan ansiado asilo.